lunes, 4 de octubre de 2010

LA NOCHE DE LA ESTRELLA

Por: Andrés Collazos

Miro al infinito y ahí está su estrella. “Yo digo que ese es Dios y cuando está ahí sé que me cuida, pero si no está me pongo triste”- me manifestó una noche - y yo, encantado por sus grandes ojos sólo sonreía ante lo extraordinario de sus palabras; que lograban cautivarme de una manera inquietante; haciendo sentir dentro de mí una serie de sensaciones altamente gratas, muy parecidas a las del amor.

Entonces me preguntaba si a lo mejor esas sensaciones podrían ser encasilladas dentro de ese margen y sobre todo si sería acertado darles ese rótulo tan trascendental. En aquel momento me puse a atar cabos en mi pensamiento, era como armar un rompecabezas con las fichas que de manera similar a un juego de cartas había tomado de la baraja hace unos días. Paseos en distintas rutas callejeras, miradas indescifrables, actitudes que parecían hablar a pesar de su discreción y palabras relevantes que salían de su boca en nuestras conversaciones, eran parte del archivo que llevaba en mi mente; luego de ese sábado en el cual me acerqué solamente con la intención de saber más de ella e indagar del por qué no la veía con tanta frecuencia como sí pasaba con su hermana, por ejemplo. Esa tarde – noche marcaría una tendencia especial y distinta, pues era dar el inicio de una experiencia que, vaticino, se mantendría latente a pesar de los años, fuera cual fuera su final, asumo que tanto para mí como para ella sería una historia que habría de contarse con el pasar de cualquier cantidad de períodos.

Pasaban los días, uno, dos, tres, cuatro, cinco días más. Su estrella se volvió en una excusa a propósito, para dirigir mis ojos hacia el cielo, entonces cuando eso sucedía aparecía de nuevo en mi mente, normalmente siempre pasaba a eso de las ocho o nueve de la noche, cuando podía hacerlo en la soledad de mi cuarto a través del ventanal. Su estrella todas las veces parecía estar dispuesta a ser admirada, puesto que su destello era ampliamente superior al resto de las demás; que sólo se divisaban cuando la mirada se fijaba con detenimiento y cautela, entonces se podían divisar unos resplandores menos relucientes. Ver esa luz en el firmamento era traer a mi memoria uno de muchos momentos que, habitualmente, siempre estaban arraigados a lo descomplicado de su hablar ó a sus palabras sin anestesia como solía decirle, palabras en ocasiones de grueso calibre que algunas veces se quedaban a la mitad de su pronunciación, o canciones que al entonar acompañaba con un ‘tumbao’ particular sin importar el lugar donde lo expusiera, además de su risa que muchas veces acompañaba con gestos infantiles inspiradores de ternura, que creo, nunca ha percibido tanto como yo sí lo he notado.

Los días han proseguido su turno, el rompecabezas cuyas fichas parecen no coincidir están desordenadas, sus palabras sin anestesia y gestos de una adolescencia contagiable perduran y se mantienen tan latentes como la risa que logran arrancarme cuando vienen a mí, sus ojos saltones siguen maravillando por entre sus pupilas, su estrella tan alta como una palmera y tan encendida como la luz de su alma sigo mirando a eso de las nueve de la noche y, su caminar que, indudablemente, ahora parece ser junto a su estrella, que es Dios, continúa su marcha.