lunes, 4 de octubre de 2010

LA NOCHE DE LA ESTRELLA

Por: Andrés Collazos

Miro al infinito y ahí está su estrella. “Yo digo que ese es Dios y cuando está ahí sé que me cuida, pero si no está me pongo triste”- me manifestó una noche - y yo, encantado por sus grandes ojos sólo sonreía ante lo extraordinario de sus palabras; que lograban cautivarme de una manera inquietante; haciendo sentir dentro de mí una serie de sensaciones altamente gratas, muy parecidas a las del amor.

Entonces me preguntaba si a lo mejor esas sensaciones podrían ser encasilladas dentro de ese margen y sobre todo si sería acertado darles ese rótulo tan trascendental. En aquel momento me puse a atar cabos en mi pensamiento, era como armar un rompecabezas con las fichas que de manera similar a un juego de cartas había tomado de la baraja hace unos días. Paseos en distintas rutas callejeras, miradas indescifrables, actitudes que parecían hablar a pesar de su discreción y palabras relevantes que salían de su boca en nuestras conversaciones, eran parte del archivo que llevaba en mi mente; luego de ese sábado en el cual me acerqué solamente con la intención de saber más de ella e indagar del por qué no la veía con tanta frecuencia como sí pasaba con su hermana, por ejemplo. Esa tarde – noche marcaría una tendencia especial y distinta, pues era dar el inicio de una experiencia que, vaticino, se mantendría latente a pesar de los años, fuera cual fuera su final, asumo que tanto para mí como para ella sería una historia que habría de contarse con el pasar de cualquier cantidad de períodos.

Pasaban los días, uno, dos, tres, cuatro, cinco días más. Su estrella se volvió en una excusa a propósito, para dirigir mis ojos hacia el cielo, entonces cuando eso sucedía aparecía de nuevo en mi mente, normalmente siempre pasaba a eso de las ocho o nueve de la noche, cuando podía hacerlo en la soledad de mi cuarto a través del ventanal. Su estrella todas las veces parecía estar dispuesta a ser admirada, puesto que su destello era ampliamente superior al resto de las demás; que sólo se divisaban cuando la mirada se fijaba con detenimiento y cautela, entonces se podían divisar unos resplandores menos relucientes. Ver esa luz en el firmamento era traer a mi memoria uno de muchos momentos que, habitualmente, siempre estaban arraigados a lo descomplicado de su hablar ó a sus palabras sin anestesia como solía decirle, palabras en ocasiones de grueso calibre que algunas veces se quedaban a la mitad de su pronunciación, o canciones que al entonar acompañaba con un ‘tumbao’ particular sin importar el lugar donde lo expusiera, además de su risa que muchas veces acompañaba con gestos infantiles inspiradores de ternura, que creo, nunca ha percibido tanto como yo sí lo he notado.

Los días han proseguido su turno, el rompecabezas cuyas fichas parecen no coincidir están desordenadas, sus palabras sin anestesia y gestos de una adolescencia contagiable perduran y se mantienen tan latentes como la risa que logran arrancarme cuando vienen a mí, sus ojos saltones siguen maravillando por entre sus pupilas, su estrella tan alta como una palmera y tan encendida como la luz de su alma sigo mirando a eso de las nueve de la noche y, su caminar que, indudablemente, ahora parece ser junto a su estrella, que es Dios, continúa su marcha.

lunes, 27 de septiembre de 2010

LOS AMENES DE LOS "SISAS"

Por: Andrés Collazos
En repetidas ocasiones tuve total curiosidad de inmiscuirme en el sector de ‘La Olla’, lugar que según las autoridades es de total riesgo y amplia inseguridad. Mis fines en principio eran periodísticos, realizar una crónica, un reportaje o documental era la finalidad que quería llevar a cabo. Bueno, tantas opciones que para un periodista pueden existir. Finalmente se cumplió ese propósito, para ésta ocasión con fines evangélicos, fines de Dios.
La cita era a las 6:30 de la noche en el San Juan de Dios (Hospital), allí me encontraría con Marcela y con otros amigos que se habían unido a la causa; para después adentrarnos en lo profundo de lo que es conocido en el centro de Cali como “La olla”. Llegamos un poco retardados a la cita por la espera de uno de los integrantes del grupo, sin embargo, había avisado con antesala a Marcela que nos demoraríamos un poco. Luego de estar allí Marce nos presentó a Jhon, era un hombre de baja estatura, su presencia era la de un individuo que inspiraba confianza, supe después que aquel hombre residía en el barrio Sucre y que era conocido por todos los habitantes del sector, por lo cual era nuestro respaldo y no habría de qué preocuparse.

Puedo creer que el grupo al igual que yo estábamos seguros de que queríamos llegar a ese lugar. La ansiedad e incertidumbre se apoderaron de mi; mientras en el firmamento se observaban unas nubes grisáceas que amenazaban con convertirse en un fuerte aguacero que por fortuna nunca aconteció, o por lo menos no trascendió mas allá de una tenue llovizna que no logró intimidarnos como si lo hizo el saber que visitaríamos a aquellas personas y que estábamos ad portas de experimentar un lugar absolutamente desconocido e inverosímil.

Seguidamente emprendimos la travesía, abordamos el taxi que conducía Jhon y arrancamos hacia ese territorio que desde donde estábamos se divisaba hostil, triste, desolado. Descendimos por la calle diecisiete hacia el sur. Quería realizar desde el principio un detallado trabajo de observación, no quería perder detalle, desde antes de iniciar ese trecho deseaba tener todos mis cinco sentidos activados. Empecé a ver unos paisajes para nada envidiables, me llamaba mucho la atención el ver después de la carrera diez una soledad escalofriante, algo así como las calles de Cali un día festivo a las diez de la noche. Las casas, cuyas estructuras, se podía notar, habían sido diseñadas muchos años atrás, tenían sus fachadas desteñidas, descuidadas, sucias, además, el olor que, podía reconocer, era el del basuco, a medida que abordábamos el camino se hacía más intenso, más penetrante. Las calles estaban encharcadas, esquivamos algunos agujeros que obligatoriamente hacían que Jhon debiera bajar la velocidad del auto, en ese momento quedaba más tiempo para mirar por entre las calles en las que no se veía un alma, era algo así como un pueblo fantasma, parecía un escenario sacado como de una película de terror, la desolación y el abandono reinaban allí, no sé que más podría reinar en ese mundo de almas tristes.

Al seguir por ese sendero finalmente ya se podía ver por el frente del carro las primeras personas, y a nuestros ojos; en una distancia de aproximadamente seis metros las esquinas de la dieciocho con doce, recuerdo que algún día escuche hablar de ese sitio; al cual se referían como la ‘olla con dieciocho’. -“No bajen todavía dijo Marcela”-, asumo que estaban acondicionando todo de manera exacta para que no fuéramos a irrumpir de manera abrupta en ese sitio al cual éramos totalmente ajenos y que de ninguna manera nos pertenecía, de ninguna más que de una pertenencia espiritual, pues era el objetivo que se había planteado, evangelizar y arropar a las gentes. Cuando descendí recuerdo el palpitar de mi corazón, un poco acelerado, una taquicardia desenfrenada, era un pulsar que me indicaba que ya ahí empezaría la verdadera experiencia de habitar por unas horas esa inhóspita “Selva de cemento”.

Llegamos a la casa de “Isa”, una mujer que era clave para la logística de la visita, pues también vivía allí en el sector y conocía todos los pormenores de cómo llegarle a esas personas, de igual manera entendía que su empatía con ellos debería ser normal, con la cordialidad que existe entre vecinos, común y silvestre y con ella también se sentía un respaldo absoluto. Bajamos del carro, y en mi frente, unas cuadras más allá; podía mirar la carrera quince, se veía el MIO, imponente, y se formaba un cuadro singular: el progreso de la ciudad junto a la hambruna y necesidad de personas que seguramente nunca habrían tenido el privilegio de abordarlo por primera vez. Las esquinas estaban atestadas de jóvenes “ponchados” en pie, mujeres y hombres, algunos bastante ‘Pelados’, otros sentados en los bordes de los andenes desgastados, igualmente había quienes recostaban su cuerpo maltratado por la droga en la paredes de los frentes, todos dejaban ver sus siluetas oscuras de las cuales salía una humareda espesa, humareda que se perdía rápidamente en medio del aire nocturno que a esa hora era un tanto frío, tal vez tan frío como el angustiante panorama.

Luego de un tiempo de oración que tuvimos en la casa de “Isa” fuimos al encuentro con la gente, la idea básica era llevar palabra de Dios y orar por los que quisieran recibir palabra de sanidad, igualmente por los que quisieran que su vida empezara a ser direccionada por Dios.  Nos dirigimos al sitio, conocido como el “Callejón”, a una cuadra de casa de “Isa”. Cuando comenzamos el camino; llegando casi a la esquina de la 18 con 12  Marcela me dijo sutilmente, acercándose a mí de manera serena: “Mirá para allá”, se refería a que mirara hacía la izquierda, es decir, hacia las calles 19 y 20. Miré, no puedo saber cuantas personas había; calculo unas sesenta, setenta o muchas más; dispersadas en todos los rincones de la vía, todas en su cuento, todas en su adicción, en su cautiverio. El paisaje que se veía aterrorizaba, recuerdo la poca luminosidad del sitio y unas cuantas carretas en los andenes; de esas que uno ve por las calles con las personas que reciclan, algunas con unos plásticos grandes y trasparentes que cubrían unas formas humanas, es decir, personas que reposaban luego de una jornada extensa de trabajo, siendo los plásticos parte de su abrigo. Eso me impactó, pero de igual manera un sentimiento de misericordia corría dentro de mí, y pensaba: “No sé hasta que punto pueda entregarme a ésta obra, pero no quiero quedarme corto”. Igualmente sentía que éstas personas nos miraban con total respeto, no hubo amago de bronca ni nada por el estilo, simplemente nos detallaban, eso si de pies a cabeza, de la misma forma que detalla un niño de cinco años a un desconocido. Pienso que querían cerciorarse que no les originaríamos ningún contratiempo en su rutinar diario. Seguimos caminando y recuerdo que un hombre me miró de una forma ampliamente intimidante sólo a unos centímetros de mí, vestía unos pantalones cortos, tenis de color blanco, una chaqueta colorida y en su cabeza exponía un pasamontañas, también recuerdo unos lentes grandes y trasparentes en sus ojos desorbitados y una delgadez bastante notable. Me observó a los ojos, yo le saludé, me respondió: “Ah, entonces qué hermano”, con un acento verdaderamente particular, algo pausado y con ciertos vaivenes de igual forma que su caminar. Luego lo volví a ver unas dos veces más. Desde el momento que llegamos a éste lugar todos los ojos estaban puestos en nosotros, me sentía como si tuviera una mira en mi cuerpo, me sentía como objetivo militar o algo por el estilo, en verdad era intimidante, pero también un sentimiento de genuina seguridad y fe me impregnaba, me daba la tranquilidad necesaria para enfrentar el desafío que Dios nos había puesto.

Estábamos en el “Callejón”, a mitad de cuadra, era una calle estrecha pero bien iluminada. “Isa”, que iba a mi lado, empujó las puertas de un “Rancho” a la derecha de la cera y dio algo así como un grito de batalla -“Llegamos pues, quienes son los que van a venir a la reunión”-, la abrió sólo unos pocos centímetros, lo suficiente para que yo pudiera observar otra de las escenas que me marcaron. Se veía algo así como un solar, un sitio despejado, de igual forma supuse que era un lugar algo restringido, como que cualquiera no ingresaba allá, no sé, fue algo que aunque no corroboré percibí era así. Dudo sin tendría techo o no, no tenía luz, era oscuro, absolutamente lóbrego, divisé varias personas, unas en pié, otras en posición de cuclillas, el cuadro se asemejaba a una noche estrellada, un fondo oscuro y muchas lucecitas que titilaban, una fumarada de centenares enmudecidos, luces rojizas, las luces que esclavizan diariamente a muchos ha llegar a ese sitio en busca de su dosis, una dosis que les hace olvidar sus tristezas, llantos y amarguras mientras permanece su efecto, para después volver a lo mismo, la incertidumbre, la miseria, la condenación de sus almas que mueren ante la indiferencia de la mayoría de todos los mortales.

Era el momento; abarcamos el lugar, “Isa”, quien llevaba una grabadora, pidió a uno de los vecinos que se la dejara instalar, sacó una extensión por uno de los ventanales y colocó el aparato en el suelo al tiempo que lo prendía y dejaba sonar un cd de alabanzas. Estábamos en medio de esa calle estrecha e iluminada, expectantes de lo que pudiera acontecer. El grupo que había aceptado la cita en los que se encontraban Marcela (precursora), “Isa”, Paolo, Sebastián, Jenny y yo nos tomamos de las manos; elaborando un círculo entre nosotros, empezamos a orar a Dios. Solamente pedíamos su presencia como él lo dispusiera y sobre todo rogábamos por descanso para esas almas desabridas. Finalizamos la oración, ahora la misión era abordar a quienes habitan ahí o simplemente están de paso, invitarlos, hacerse amigo, mostrarles que íbamos con buenas intenciones y no con dedos señaladores; que es una de las cosas que se deben tener en cuenta para poder llegarles ante sus actitudes negativas, que obviamente iban a expresar teniendo en cuenta que nosotros éramos los desconocidos en medio de su mundo de hostilidad.

Cada quien se acercaba a ellos a medida que iban ‘desfilando’ en frente de nuestras narices, unos ‘sanos’ otros no tanto, pese a esto, antes de animarme a acercarme a uno de ellos, vi algo que me causaba mucha inquietud desde nuestra llegada al “Callejón”. Eran dos jóvenes, dos mujeres detrás de nosotros, una alta, de tez trigueña y delgada, de unos diecisiete años, la otra era de cabello un poco rubio, parecía ser joven, pero su humanidad y las secuelas de la droga hacía parecer que no, aunque ahí la juventud no parece existir teniendo en cuenta la vida apresurada que llevan, su aparentar era escuálido, sus vestiduras, que parecían de muchos días, colgaban en su cuerpo y su rostro reflejaba angustia, amargura, desamparo. Las dos estaban sumergidas en el concreto, sarcásticamente en frente de un mural en el cual en la parte superior había escrita una frase, lo único que se entendía era: “…Y serás feliz en la tierra…”. Seguían ahí; agachadas una en frente de la otra, noté que la primera, es decir la de tez trigueña, tenía en su mano izquierda una pipa clandestina. Que es un objeto de elaboración sencilla para el consumo del basuco y cuyos materiales para su elaboración pueden encontrarse durante el transito de un día cualquiera en cualquier anden de la calle; sólo un palito de bom bom bum, una tapa de litro de gaseosa, un trozo de papel aluminio y un caucho son suficientes para la fabricación de ésta pipa que tiene una vida activa de un consumo, sólo eso. La pipa estaba apagada, observé que lanzaban un dado cada una en su turno, la verdad y aunque quise, no me atreví a acercarme a preguntar de qué se trataba el pasatiempo, de todas maneras sus rostros no parecían ser amables entre las dos, podía sentir una gran diferencia de actitudes entre ellas, explico, la trigueña parecía ser la dominante de la partida mientras la otra a la que se le notaba un marasmo arrollador, algo así como una anemia crónica,  sólo se dejaba gobernar por las reglas del juego o las de su contendora. Supongo que era un tipo de apuesta de drogas, fue la conclusión a la que llegué al ver la pipa en desuso, luego creí corroborarlo al ver finalizado el juego y notar la acción final cuando la rubia desganada extendió su mano para tomar el dado ante la negativa de la otra quien la desautorizó con un gesto de desprecio; al mismo tiempo en que se levantaba con su botín y buscaba su rumbo.

Chispeaba, un suave rocío descendía lentamente sobre nuestros cuerpos, nos mojaba de a poco. Después de un tiempo, algunas personas se animaron a aceptar nuestra invitación que hacíamos con todo el amor jamás imaginado, la mayoría fueron niños de buen aspecto,  no habitantes de la calle, si no, de familias que a lo mejor no tienen nada que ver con el deterioro de la zona pero que la habitan. En ciertos sectores de la calle se hicieron notar con un equipo de sonido bastante fuerte, al parecer, eran poemas de superación, fue lo que pude entender a pesar de lo alto del volumen que ensordecía, lo tomamos como una señal de desapruebo y la recibimos sin ningún despabilo.

Me acerqué por primera vez a un hombre que se encontraba sentado a unos tres metros en el borde de la calzada. Se identificó como Fernando luego que le extendí mi mano, la cual apretó con total sutileza y respeto, era un tono de voz fuerte y seguro, algo ronco, su actitud era de paz, de un hombre que a lo mejor estaba buscando los oídos de alguien para poder desinhibirse, tenía cuarenta y tantos años, no lo recuerdo, su vestir estaba impregnado por la mugre, así como su cara y sus manos en las que también sujetaba una pipa, su estado no parecía ser terminal, me refiero a su estado mental y apariencia lúcida. Le pregunté si podía sentarme ahí, a lo que respondió amablemente: -“Pero ahí hay mucho mugre”-, a lo mejor creería que obedecería a algún tipo de protocolo, que bueno, era lo que menos me interesaba en ese preciso instante. Dialogamos un poco, empleaba un léxico avanzado, para nada arrabalero, mientras lo miraba a los ojos que se dejaban notar entreabiertos, tranquilos y serenos. No quise preguntarle cosas que le incomodaran, solamente deje llevar una conversación libre, no sé, me daban ganas de aprovechar la elocuencia de sus frases que hablaban de Dios, al cual se refería algo así como “mi eterno acompañante”, al mismo tiempo que se dejaba apresar por el revoloteo de una mariposa blanca a unos cincuenta centímetros de la superficie en nuestro frente y a la cual señalaba con su dedo índice de su mano derecha, mientras expresaba una sonrisa que indicaba fascinación y algo de ternura. Entonces me impresioné, porque podía comprobar la veracidad de la teoría que habla sobre la capacidad de asombro de los humanos, una teoría fantástica, que al parecer suele ser más sensible en los hombres en situaciones de adversidad, algo así como un ciego que ambiciona ver el amanecer, desbordado de un sol ciclópeo e iluminado y un celaje amarillezco; siendo ya una utopía para él y que, cruelmente, cuando estuvo a su alcancé, cuando sus ojos podían descubrir lo que ahora no, nunca le importó. Una teoría emocionante pero con pocos seguidores, poquísimos. Me despedí de él y me puse de pie, no era que no quisiera acompañarle más, si no, que veía mucha gente andrajosa que atravesaba el lugar con expectación, como con muchos interrogantes, con muchas necesidades; a quienes quería compartirles un poco de lo que llevábamos esa noche gris por el clima, aunque, irónicamente; creo que fue más lo que ellos nos compartieron a nosotros, al dejar abrir sus corazones que hablaban de mil maneras, algunos con sus voces que demandaban auxilio sin exteriorizarlo, otros; simplemente, con el desconsuelo de sus pupilas melancólicas que parecían estar en otra órbita, en otro universo, uno inaccesible, difícil de creer, ilusorio.

Sentía un innegable aire de desasosiego, pues las multitudes que vi en el inicio del itinerario no se reflejaba con las que apenas exhibían su cara por el “Callejón”; que no dejaba de entregarme historias, como la de una mujer que, recostada a una pared que quizá por el paso de los años de abandono registraba abiertamente su estructura enladrillada, un poco más allá de donde había hablado con Fernando, miraba fisgonamente la escena que protagonizábamos en ese lapso, estaba vestida de pantalón rosado, era de mediana talla, zapatos blancos, tenía un saco rayado, blanco y rosado a la vez, con una capucha en su cabeza que la protegía del flagelo de la temperatura, tenía cabello abundante, algo rizado, su aspecto no era harapiento. Avance a ella y me puse en frente, hubo un gesto de cordialidad entre los dos sin pronunciar palabra alguna, contemplé su mirada, que era misteriosa, su comportamiento pausado, poco excitado, reservado, como con ciertas formalidades cautelosas que no me dejaban ingresar más allá de lo que ella pretendiera decir, sus fuerzas parecían ser limitadas, me miraba fijamente, en realidad no supe descifrar su estado, que me adjudico no era de entera conciencia, además, aunque se notaba abiertamente ser consumidora de algún tipo de alucinógeno, su físico no estaba en penosas condiciones. Pregunté su nombre, respondiendo entre los dientes sin conseguir interpretar los vocablos acentuados, por lo cual interrogué por segunda vez, contestando de similar modo sin obtener resultado, entonces escudriñé sobre su edad, -“treinta”- manifestó. Era una mujer agraciada, apreciación que le manifesté abiertamente, de la misma manera que le hice saber que no parecía  atravesar esa edad, a lo que sin palabras respondió despojándose de la capucha que no dejaba entrever su rostro claramente, parecía que quería hablar poco, no insistí mucho para entrar en confianza. Agachó su cabeza de forma serena, lenta, fijándose en mi mano derecha, la cual tomó de manera afable y llevó cerca de sus ojos, concentrándose en una manilla que hace unos meses portaba, preguntó que qué decía, creo que su curso no le permitía leer pues no parecía ser iletrada, entonces leí: “Jesucristo te ama!!”, era lo que estaba escrito, -“Regálemela…” replicó-, no sé que valor podría darle ella, la verdad, creería que podría ser el pacto de una ‘amistad’ un tanto efímera, un afecto que a la mejor se diluiría con el pasar de los días o con el termino del efecto de la droga. Quizá podría ser también un valor comercial, en esa urbe inmensamente devaluada, en la cual cualquier cosa por insignificante que parezca tiene valor, siempre y cuando se mantenga en un relativo buen estado, fácilmente, cualquier objeto, puede ser o vendido o canjeado para el consumo. Finalmente acepté; sin realizar ninguna otra apreciación considerable. Intenté infructuosamente en dos intentos despojarme de ella, por lo cual solicité su ayuda que fue efectiva, luego de tenerla en mi poder tras su intervención; la tomé entre mis manos mientras le indicaba con un gesto mudo que estirara su brazo izquierda, corrí la manga del saco, sus manos eran delicadas, empecé a colocársela mientras seguidamente llevaba a cabo una corta oración por su vida, mientras ella, sin ninguna exaltación, solamente se limitaba a mirar hacia una de las esquinas con ciertas muestras de indiferencia hacia lo que salía de mi boca. Seguidamente y sin ninguna cortesía, más que la de haberme permitido compartir con ella no más de diez minutos, salió inquietamente a la esquina en la cual se encontró con otra mujer adolescente que conocí como Marcela, una mujer extremadamente flaca y que desde nuestro arribo siempre observé con un frasco de ‘Sacol’ entre sus labios, inhalando continuamente; una y otra vez.

Le dije a “Isa” que quería ir a lo más crudo del lugar, mis objetivos eran dos: impregnarme de ambientes e internarme por minutos en el sin fin de esas historias, igualmente quería seguirles invitando y motivarlos a que se acercaran al “Callejón”. Cruzamos la esquina, entonces volví a ver ese sitió que narré como de poca luminosidad y de carretas con plásticos transparentes. Ese, en si, es el lugar más complejo de todos, pues en él están los mayores expendios de alucinógenos y, por supuesto, las multitudes que las consumen. Era algo muy parecido al sector que era etiquetado como el “Cartucho” en el centro de Bogotá y que fue intervenido por la Alcaldía Distrital de  la  capital desde el año 1999, dándole un reordenamiento estructural para finalmente convertirlo en lo que es conocido actualmente como el Parque Tercer Milenio. Me adentré en medio de esa telaraña indelicada, en ese ambiente de alta tensión, mientras el bullicio de la multitud invadía mis oídos, son muchas voces a la vez, es necesario tener los ojos bien abiertos para lograr captar todos los panoramas en esa secuencia de sucesos indeseados, en los que observé desde ancianos hasta jovencitos que no alcanzan la edad de diez años sumergidos en la barbarie de la adicción. Los juegos con dados, gente que duerme, hombres embriagados, otros que deliran a causa de la droga, realizando en ocasiones improvisados bailoteos extraños, hombres bien vestidos, que al parecer encontraron fácil, al igual que los otros, su ingreso a ese túnel sin tener clara la salida del mismo y otra cantidad de escenas se pueden apreciar con sólo caminar uno o dos minutos esa calle tenebrosa; en la cual un cambio a corto, mediano o largo plazo parecería ser un cuento que aún no ha comenzado a escribirse.

Ya desde nuestra llegada al sitio donde se centran éstas historias había un niño que parecía ser bastante especial en medio de la aglomeración, sin embargo no me había aproximado a él, su estatura era corta, su tono de piel un tanto oscuro, cabello indio, vestía unos pantalones cortos de color negro, chanclas en sus pies, y, curiosamente, una bolsa de basura que cubría su dorso y en la cual ocultaba sus brazos, asumo los bajos niveles de grasa en su cuerpo, debido a su contextura delgada, que parecía ser un indicativo evidente de su mala alimentación, a lo que debía sumarse, además, su adicción al ‘pegante amarillo’, el cual exhibía en un envase transparente y que dejaba notar paulatinamente  por debajo de la espesura de su improvisado atuendo. Me dijo su nombre el cual no descifre por lo delgado de su tono (ocho días después supe que se llama Yesid, tiene quince años. Su padre había sido asesinado en extrañas circunstancias cinco años atrás en el barrio Obrero), después; encaramando su brazo por entre mi cuello y haciéndome descender un poco para poder tener cerca mi oído me dijo que lo conocían en el sector como “Pañales”; a lo que agregó textual e impacientemente: “Al final van a dar comida?, es que tengo mucha hambre”, le dije que sí, que se quedara, que si no había refrigerio le gastaría algo de comer, en repetidas ocasiones sacaba el frasco de solución y lo inhalaba en medio de la reunión que avanzaba de manera agradable para nosotros y para aquellas personas, acción que no era vista con buenos ojos entre los que llevaban la batuta del suceso, entonces me le acerqué haciéndole saber que eso no estaba bien, que lo guardara por lo menos en ese momento y que cuando nos fuéramos actuara como él quisiera. No quiere decir que le estuviera acolitando su comportamiento, lo que sucede es que en esas condiciones extremas de adicción es imposible pretender decirles a ellos que dejen de consumir de la noche a la mañana, de manera irónica; no es una buena estrategia si se quiere continuar en el proceso de llevarlos a los caminos de Dios. Con el pasar de los minutos podía sentir una gran empatía con aquel niño, quien en repetidas ocasiones no se limitaba a expresar sus emociones, por ello notaba como desde su interior, desde lo profundo de su humanidad maltratada, se abalanzaba sobre los que íbamos esa noche, nos abrazaba de manera tierna y cariñosa, parecía que para él esos encuentros de calidad humana no eran muy frecuentes en su diario sobrevivir. Le pregunté por su madre, pregunta que no le causo mucho agrado, se refería de ella diciendo que nunca le había servido para nada, que vivía solo y que la ropa se la lavaba su madrastra. Me insistió muchas veces en que quería mostrarme el lugar donde dormía, que era un poco lejano de donde estábamos, le dije que fuéramos después, pero la verdad es que por cuestiones de extrema seguridad es mejor no alejarse del grupo, pues el transitar sin las personas que nos resguardan se puede convertir en una situación de alta vulnerabilidad.

Eran más o menos las nueve de la noche, el ambiente que se pintaba en nuestro rededor era benévolo, para nada amenazante, Jenny, que hace unos minutos atrás, había tomado la vocería de la predicación, lo hacía con la especialidad que la caracteriza, situación que causaba atracción entre los oyentes quienes no despegaban su mirada de ella, su elocuencia y actitud teatral cautivaban sobremanera, lo cual hacía que ellos se sintieran confiados y ya no fueran tan prevenidos como desde el comienzo, LOS AMENES DE LOS “SISAS”, como es el título de esta crónica, se escuchaban cada vez más enérgicos y convincentes; al mismo tiempo que sus manos se levantaban en lo más alto tras un movimiento que se ejecutaba con frecuencia, dejando vislumbrar una necesidad que luce cautiva en muchas ocasiones, pero que esa noche pese a cual fuere el peso de las circunstancias no había un lugar para ocultarla. Sus amenes expresaban clemencia, comprensión, tolerancia, perdón, humildad, humillación, de igual modo quienes no se expresaban con palabras se confesaban en medio del llanto, eran gotas de fe que brotaban de sus ojos, eran señales de arrepentimiento por el daño causado, a la sociedad, a ellos, a sus familias. Era un grito desesperado a la incomprensión, frente a un centenar de dedos acusatorios; que no han entendido que en su corazón no existe el deseo de estar ahí, pero que ahí están, tal vez unos por meses, por años, tal vez otros durante toda la vida.

Me senté en medio de ellos mientras observaba con detenimiento la predicación, una mujer a mi lado derecho me inquietaba, le pregunté que si ya habían orado por ella, respondiendo con total seguridad que sí que tranquilo, sin embargo la inquietud que sentía hacia ella no menguaba, entonces le insistí, le dije que no importaba; que si quería lo podían volver a hacer, respondiendo de forma positiva, entonces le hice saber que aguardáramos un momento y cuando fuera el tiempo de la oración la llevaría al frente. Aproveché el par de palabras pronunciadas entre ella y yo para preguntar su nombre, respondiendo en medio de su boca desdentada: -“Venus”- dijo con un tono muy amigable, un nombre bastante particular, por lo menos para mi era algo realmente novedoso.

Venus, según su versión, es de nacionalidad española; su padre italiano y su madre ibérica. Vive en Cali hace quince años. En su rostro podía, sin duda, divisar su adicción a alguna droga que por cuestiones de respeto no me animé a preguntar. Su acento era de España, a pesar de los años se notaba un poco en su hablar. Le pregunté por otros idiomas, inquietándome aún más cuando respondió en italiano, que bueno, no es un idioma que propiamente conozca, pero que indudablemente no parecía ser fingido. Me dijo que también un poco de portugués, acentuando algunas palabras que, a mi criterio, no me daban la posibilidad de dudar de su veracidad. No averigüé mucho sobre ella. Sólo supe que rentaba una habitación en el sector por valor de $2.000 diarios, suma que no había, según nuestra conversación, logrado juntar desde hace unos tres días, por lo cual la deuda ya sumaba $6.000, solicitándome, con total diplomacia, dinero para cancelar esa noche, a lo cual respondí que no, tratando de ser totalmente sutil, que es una de las grandes advertencias que nos hizo “Isa” desde el comienzo, ya que en sus vidas la única responsabilidad que existe es la de drogarse.
Llego el momento de la oración, le dije a Jenny que Venus quería que oraran por ella, colocándose rápidamente de pie y dirigiéndose hacia el lugar donde Jenny la esperaba. Fue cuestión sólo de unos pocos minutos para que el Espíritu se derramara en ella, lo puedo creer a cabalidad, Venus cayó después de la ministración de Dios a través de Jenny, fue feliz, su mirada era distinta, danzaba y se gozaba en Dios, manifestaba abiertamente que había sentido algo muy especial. Le dije: "Te quiero ver el domingo en la igle", a lo que respondió: "Claro, el domingo no me lo pierdo".
Finalmente conocí a Mariana, una mujer que esa noche cumplía 57 años, justo esa noche, lucía un abrigo grueso y fino color habano, me le acerqué con total afecto un par de veces, notando olfativamente un hedor intenso a un licor que no distinguí claramente, por lo cual asumí que era parte de su historia y a la vez de su adicción. Puedo creer que su mejor regalo fue haber aceptado a Jesús en el corazón, lo cual concluimos con broche de oro al entonar en una sola voz el feliz cumpleaños. Dejando caer de manera emocionada unas pocas lágrimas que se ennegrecían con el contacto de la pestañina que adornaba su mirada, que pienso había empleado para distinguirse ese día, agregando además en sus propias palabras que nunca se habría imaginado ser tan feliz en esa celebración que quizá pasaba desapercibida desde unos años atrás. Abandonamos el “Callejón”; luego de muchas despedidas cordiales con aquellos nuevos miembros de nuestra hermandad cristiana. Subimos al taxi, mientras nos alejábamos lentamente de aquella al parecer hostilidad, que no es más que el refugio de seres humanos…iguales o mejores que nosotros.